jueves, 13 de agosto de 2009

Libertaristas e igualitaristas

Por Enrique Cantilla Bernal

En general, se considera egoísta al sujeto cuyo sentido de solidaridad personal se dirige más hacia sí mismo que hacia el prójimo, cuya vocación estriba en vivir una vida cómoda y abundante y como consecuencia, se dedica a actividades productoras de retornos en exceso suficientes para conseguir sus propósitos. Esta es la posición de los libertaristas. En cambio, son tenidos por altruistas aquellos cuya solidaridad está más inclinada hacia el prójimo, a fin de que éste obtenga las satisfacciones de la vida disfrutadas por los miembros más favorecidos de la sociedad. Estos son los igualitaristas. Ya Platón identificó altruismo con colectivismo y egoísmo con individualismo.

Los libertaristas emocionan y piensan que cada ser humano es dueño de su propio destino, se labra su propia situación y debe tomar los riesgos de su posible fracaso personal como precio, condición o legitimación de su éxito. Estas creencias motivan una suma de esfuerzos realizados en bien propio y en el de quienes le rodean, con escasa consideración por la suerte corrida por los demás. Son partidarios de la libertad como ausencia de coacción, de la competencia, la iniciativa y la aventura e inclinados hacia el individualismo y el pluralismo como bases de la sociedad. La igualdad es considerada “de oportunidades” y no de resultados o de satisfacciones. Son derechistas en política y libre mercadistas en economía. Miran el mundo principalmente desde el sistema económico y, preocupados por su evolución, desarrollo y crecimiento, rara vez mencionan los “fines” a los cuales creen necesario destinar los logros propugnados.

Se percibe en ellos la convicción de que todos los seres humanos podrían, si quisieran, ser como ellos son, han sido o pretenden llegar a ser. Todas estas manifestaciones o preferencias son asumidas como metas individuales de vida, pero no como proyectos sociales que valgan la pena propagar, difundir, predicar o pueda ponerse en ellos, la fe personal, transformándolos en causas o ideales por los cuales luchar o dedicar la vida. Los libertaristas dan la sensación de reconocer en el sistema económico un fin en sí mismo, debido, muy probablemente, al efecto de sentir la libertad o independencia individual como la soberana posibilidad que cada persona posee para establecer en forma independiente su propio proyecto, incluyendo la de no establecer ninguno. Los libertaristas son claros individualistas y permanentemente han constituido una minoría en nuestros países.

Por el contrario, los igualitaristas emocionan y piensan que cada ser humano comparte un destino común, que su situación es función de la comunidad a la cual pertenece y que es necesario tratar de obtener cierto grado de seguridad para todos. Así, se podrá reducir al mínimo los fracasos personales para conquistar y disfrutar los éxitos por el conjunto de los miembros de la sociedad. Estas creencias dirigen la suma de los esfuerzos en pro de la comunidad y no del individuo, teniendo en alta consideración la suerte de todos sus miembros en cuanto conjunto. Son partidarios de la igualdad, la seguridad y la fraternidad y creen que las bases de la sociedad están constituidas por la unidad, el comunitarismo o el colectivismo. Aspiran a la igualdad de satisfacciones y no de meras oportunidades y postulan simultáneamente libertad política y seguridad económica.

Políticamente son de izquierda. En economía, se inclinan al proteccionismo, el estatismo y el dirigismo. Ven el mundo principalmente desde el sistema ético y por lo tanto, su discurso está casi siempre y casi totalmente orientado hacia la búsqueda de la justicia social y distributiva, a partir de las normas morales de su propia y personal cosmovisión. Ven al individuo como un sujeto de derechos más que de obligaciones, a quien la sociedad debe proteger y guiar a fin de proporcionar a todos una vida más segura y de menores peligros, aun a riesgo de no lograr toda la abundancia que fuera de desear. Aspiran a un ambiente de la mayor igualdad posible, para ofrecer a todos sus congéneres la posibilidad de poseer los mínimos indispensables para una existencia decorosa y segura. La nobleza, altruismo y generosidad de la posición, especialmente al postularla para los desposeídos y desamparados, produce no poca arrogancia en sus exigencias.

Buscan la igualdad de oportunidades en el discurso explícito, que en general oculta el deseo implícito de igualdad de resultados o satisfacciones. Para ellos, el sistema económico no es preponderante, porque parecen tener la convicción de que debe estar al servicio del Estado, a fin de proporcionarle medios económicos, financieros y materiales para atender todas las necesidades sociales. Siendo ésta la función de la economía, el propio Estado, primer interesado en obtener esos recursos, debe transformarse en empresario para trabajar en beneficio de todos los miembros de la sociedad. En forma voluntarista y desde el señorialismo de la cultura, le han transpasado la obligación de tomar las iniciativas y asumir las responsabilidades.

El Estado, representante de toda la comunidad, debe dirigir los esfuerzos del sistema económico y distribuir su producto paternal y equitativamente. Creen además que es cuestión de buena voluntad de quienes lo dirigen, aceptar la distribución de mayor cantidad de la abundancia ya existente, en condiciones de mayor equidad. Las remuneraciones pueden elevarse, creen, a partir de consideraciones morales y la carga impositiva de los agentes económicos más pudientes, aumentarse por razones éticas y de justicia social. Si el Estado fracasa en la conducción económica, ningún igualitarista cree tener responsabilidad personal: “sienten” más que “piensan” en la existencia de factores externos a él, determinantes de su fracaso, en ocasiones atribuibles a propósitos aviesos de fuerzas adversas, oscuras o fatales. Los igualitaristas son claramente señorialistas y paternalistas. Ello explica la manutención de la tradición medieval de nuestros países, a pesar de que el poder político haya pasado de las aristocracias a las mesocracias.

Los igualitaristas suelen carecer de preocupación por el buen funcionamiento de la economía. Algunos se han renovado, es decir, han reconocido desde su racionalidad, pero en general, no desde su emocionalidad, la necesidad de aplicar las reglas del libre mercado al sistema económico, porque la fuerza de la evidencia empírica ha demostrado desde hace años que la aplicación del paradigma igualitarista a este sistema produce resultados adversos. Sin embargo, y a pesar de todo, su emocionalidad igualitarista sigue inclinada hacia la seguridad, el estatismo y el dirigismo. Para ellos, la riqueza no se crea: existe. La fuerza del discurso aumenta por la arrogancia generalmente asociada a quienes se sienten poseedores de la verdad y luchan por derechos ajenos. Es un reduccionismo ver la sociedad casi exclusivamente desde el sistema ético.

Pero los libertaristas sufren de otro reduccionismo: el económico. Parecen “sentir” al sistema económico como un fin en sí mismo. Su desarrollo y crecimiento, creen, será la solución de todos los problemas de bien común y búsqueda de justicia distributiva. La sociedad será feliz cuando la mano invisible del mercado se encargue de mejorar la suerte de todos los pobres, desamparados y desposeídos, derramando sobre ellos los beneficios de la prosperidad que ha comenzado por las cimas, por efecto de la libertad de emprendimiento que debería imperar como paradigma básico. Partidarios del mercado, no pueden comprender cómo sus oponentes no se percatan de la fuerza indiscutible de sus argumentos, apoyados como están por la evidencia empírica de los países desarrollados.

Los tipos ideales a que se ha hecho referencia nunca se encuentran puros en la vida real. Todos los hombres son una mezcla de ambos en distintas proporciones y diversos grados. Pero, sin duda, el primero de los tipos mencionados (libertaristas) supone un compromiso activo entre el discurso personal y la acción. En cambio, el segundo no lo tiene, porque su actitud es más de denuncia y reclamo que de acción concreta. Y hasta puede soslayar esa exigencia de coherencia, las más de las veces hasta con elegancia: basta con intensificar la denuncia elevando la mira del sueño sugerido por el discurso.

(Fragmentos del libro “La cruz de nuestra modernidad” de Enrique Cantilla Bernal – Emérida Ediciones – 1993 Santiago, Chile)

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